Desde que se configuró por Felipe V el estado
español a la manera centralizadora francesa, las formas de gobierno genuinas de
los reinos hispánicos fueron sustituidas por las afrancesadas políticas unificadoras
de los monarcas borbones en España. Se decidió la centralización y
uniformidad territorial y administrativa, de manera que lo que antes eran
reinos con identidad diferenciada, pasó a ser el Reino de España
uniforme. Respecto de Castilla, despreciando
el carácter patrio de las genuinas instituciones forales, comunitarias y
concejiles, estas formas de gobierno nunca fueron del agrado de
los nuevos monarcas, consiguientemente se hizo más de lo necesario para que desaparecieran,
sepultándolas bajo una supuesta modernidad administrativa a la manera centralizadora francesa.
Pero tales desprecios por lo patrio en beneficio de lo extraño, no produjeron
el efecto vertebrador y unificador que se perseguía, sencillamente porque cada
reino hispánico ya había consolidado su propia identidad, su sistema político-administrativo y habían cultivado su lengua propia. Todo el bagaje necesario para ser y estar entre las demás naciones del mundo lo tenían y, siendo este en gran
medida espiritual, o patrimonio del alma, no podía vertebrarse ni unificarse con
el mismo criterio que se aplicó a la unificación del territorio, sino que se obvió o no se consideró que la verdadera vertebración debía serlo en el espíritu o, dicho de otro modo, cultural. Pero los límites que marcaban las lenguas, la cultura y las formas de vida
siguieron validando de facto los limites de los viejos reinos. Así hemos
llegado hasta este año 2015 con la España Invertebrada que unos gozan y a otros duele.
Sobre los destructivos efectos que tales políticas
producían, y aún siguen produciendo en Castilla, nos habló Don Santiago Ramón y
Cajal en 1.934, cuando su avanzada edad ya garantizaba un juicio certero y sin
pasiones ni afinidades temporales. Sus palabras vienen a ilustrar estas
observaciones como dimanantes del Juicio de Dios, veámoslas, (Amador Álvarez Mateo)
SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL - «EL MUNDO A LOS OCHENTA AÑOS. PARTE II»
(MADRID, 1934):
«Deprime y entristece el ánimo, el considerar
la ingratitud de los vascos, cuya gran mayoría desea separarse de la Patria
común. Hasta en la noble Navarra existe un partido separatista o nacionalista,
robusto y bien organizado, junto con el Tradicionalista que enarbola todavía la
vieja bandera de Dios, Patria y Rey.
En la Facultad de Medicina de Barcelona,
todos los profesores, menos dos, son catalanes nacionalistas; por donde se
explica la emigración de catedráticos y de estudiantes, que no llega hoy, según
mis informes, al tercio de los matriculados en años anteriores. Casi todos los
maestros dan la enseñanza en catalán con acuerdo y consejo tácitos del
consabido Patronato, empeñado en catalanizar a todo trance una institución
costeada por el Estado.
A guisa de explicaciones del desvío actual de
las regiones periféricas, se han imaginado varias hipótesis, algunas con
ínfulas filosóficas. No nos hagamos ilusiones. La causa real carece de
idealidad y es puramente económica. El movimiento desintegrador surgió en 1900,
y tuvo por causa principal, aunque no exclusiva, con relación a Cataluña, la
pérdida irreparable del espléndido mercado colonial. En cuanto a los vascos,
proceden por imitación gregaria. Resignémonos los idealistas impenitentes a
soslayar raíces raciales o incompatibilidades ideológicas profundas, para
contraernos a motivos prosaicos y circunstanciales.
¡Pobre Madrid, la supuesta aborrecida sede
del imperialismo castellano! ¡Y pobre Castilla, la eterna abandonada por reyes
y gobiernos! Ella, despojada primeramente de sus libertades, bajo el odioso
despotismo de Carlos V, ayudado por los vascos, sufre ahora la amargura de ver
cómo las provincias más vivas, mimadas y privilegiadas por el Estado, le echan
en cara su centralismo avasallador.
No me explico este desafecto a España de
Cataluña y Vasconia. Si recordaran la Historia y juzgaran imparcialmente a los
castellanos, caerían en la cuenta de que su despego carece de fundamento moral,
ni cabe explicarlo por móviles utilitarios. A este respecto, la amnesia de los
vizcaitarras es algo incomprensible. Los cacareados Fueros, cuyo fundamento
histórico es harto problemático, fueron ratificados por Carlos V en pago de la
ayuda que le habían prestado los vizcaínos en Villalar, ¡estrangulando las
libertades castellanas! ¡Cuánta ingratitud tendenciosa alberga el alma
primitiva y sugestionable de los secuaces del vacuo y jactancioso Sabino Arana
y del descomedido hermano que lo representa!
La lista interminable de subvenciones
generosamente otorgadas a las provincias vascas constituye algo indignante. Las
cifras globales son aterradoras. Y todo para congraciarse con una raza (sic)
que corresponde a la magnanimidad castellana (los despreciables «maketos») con
la más negra ingratitud.
A pesar de todo lo dicho, esperamos que en
las regiones favorecidas por los Estatutos, prevalezca el buen sentido, sin
llegar a situaciones de violencia y desmembraciones fatales para todos. Estamos
convencidos de la sensatez catalana, aunque no se nos oculte que en los pueblos
envenenados sistemáticamente durante más de tres decenios por la pasión o
prejuicios seculares, son difíciles las actitudes ecuánimes y serenas.
No soy adversario, en principio, de la
concesión de privilegios regionales, pero a condición de que no rocen en lo más
mínimo el sagrado principio de la Unidad Nacional. Sean autónomas las regiones,
más sin comprometer la Hacienda del Estado. Sufráguese el costo de los
servicios cedidos, sin menoscabo de un excedente razonable para los
inexcusables gastos de soberanía.
La sinceridad me obliga a confesar que este movimiento centrífugo es peligroso, más que en sí mismo, en relación con la especial psicología de los pueblos hispanos. Preciso es recordar –así lo proclama toda nuestra Historia– que somos incoherentes, indisciplinados, apasionadamente localistas, amén de tornadizos e imprevisores. El todo o nada es nuestra divisa. Nos falta el culto de la Patria Grande. Si España estuviera poblada de franceses e italianos, alemanes o británicos, mis alarmas por el futuro de España se disiparían. Porque estos pueblos sensatos saben sacrificar sus pequeñas querellas de campanario en aras de la concordia y del provecho común.»
La sinceridad me obliga a confesar que este movimiento centrífugo es peligroso, más que en sí mismo, en relación con la especial psicología de los pueblos hispanos. Preciso es recordar –así lo proclama toda nuestra Historia– que somos incoherentes, indisciplinados, apasionadamente localistas, amén de tornadizos e imprevisores. El todo o nada es nuestra divisa. Nos falta el culto de la Patria Grande. Si España estuviera poblada de franceses e italianos, alemanes o británicos, mis alarmas por el futuro de España se disiparían. Porque estos pueblos sensatos saben sacrificar sus pequeñas querellas de campanario en aras de la concordia y del provecho común.»